Las primeras generaciones de gais, lesbianas y transexuales que lucharon por sus derechos se están jubilando.
Tienen constancia de que muchos ancianos vuelven a ocultarse cuando necesitan cuidados y exigen servicios específicos.
Lola tiene 64 años y ninguna de sus amigas más cercanas sabe que es transexual. «Siempre he sido muy femenina y el tema tampoco ha salido», dice. Qué quieren... Desde que con 14 años empezó a trabajar en un cabaret como cantante y bailarina, la discreción ha sido su aliada. Por pura superviviencia, enseguida intuyó que el vestido nunca debía ser demasiado chillón. Ni el peinado demasiado despampanante. Gracias a esa invisibilidad, cree, se ahorró la persecución durante el franquismo y el rosario de abusos que le han sobrevivido y que sí han sufrido muchas de sus amigas.
A diferencia de la mayoría de transexuales, Lola tampoco tuvo problemas ni en la mili ni con la familia. «La primera vez que fui con mi novio a visitar a mis padres, me encontré con una cama de matrimonio en mi antigua habitación. '¿Qué? -me soltó mi madre-. No dormiréis por separado, ¿no?'». A grandes trazos, Lola, que toma hormonas y no se ha operado, no inventaria grandes reveses en su vida. Sin embargo, hace dos años murió la pareja con la que había convivido durante más de cuatro décadas. Y entró, dice, en un «agujero negro». Al dolor de la pérdida se han sumado un montón de facturas que no sabe cómo pagar, un subsidio de apenas 426 euros, una jubilación inexistente -jamás cotizó por su trabajo en el mundo del espectáculo- y un puñado de preguntas sin respuestas claras. ¿Qué pasará cuando no se pueda hacer cargo de sí misma? ¿Quién la cuidará, si no tuvo hijos? Y, sobre todo: ¿será seguro para ella, esté en su propia casa o en una residencia, que a su alrededor descubran que su sexo es otro al esperado?
Formación e investigación
Estas y otras inquietudes que a un heterosexual jamás se le pasarían por la cabeza están entrando a grandes zancadas en el orden del día del colectivo LGTB (lesbianas, gais, transexuales y bisexuales). Durante años, la vejez fue ignorada por la propia comunidad, en parte por su tendencia a glorificar la juventud y, sobre todo, porque durante décadas se centraron en las luchas por la equiparación de derechos. «Olvidar lo que puede padecer esta población es un suicidio», avisó ya en el 2002 la activista Beatriz Gimeno en uno de los primeros ensayos sobre la cuestión. Así que cuando las primeras generaciones que se zafaron del secretismo han empezado a jubilarse, han visto que el tráiler que anunciaba Gimeno era cierto: la tercera edad llegaba a paso ligero sin apenas investigación académica ni, por supuesto, políticas públicas específicas.
Que algo está cambiando, sin embargo, lo demuestra la aparición de fundaciones como Enllaç, que desde el 2008 da apoyo a personas mayores o en situaciones de vulnerabilidad. Esta entidad, junto con el Ayuntamiento de Barcelona, han puesto en marcha un grupo de trabajo e imparten formación especializada a cuidadores para que tengan en cuenta desde sus problemas específicos de salud hasta su fardo emocional.
Además, en colaboración con el Departamento de Trabajo Social de la Universitat de Barcelona, ultiman la primera investigación que se realiza en España sobre LGTB y tercera edad. El estudio radiografía al colectivo a partir de entrevistas a 245 personas mayores de 50 años del área de Barcelona, a las que se les ha preguntado por cuestiones que van desde la salud y la autonomía hasta los cuidados y la violencia. «Una de las conclusiones que emerge con más fuerza es que la mayor parte del colectivo quiere servicios específicos, siente que la atención que pueden recibir es poco respetuosa y temen que perder la autonomía les suponga una vuelta al armario», avanza el profesor e investigador Josep Maria Mesquida, del Grup de Recerca i Innovació en Treball Social, responsable del estudio.
En un país donde el cuidado de los padres dependientes recae en los hijos en más del 86% de los casos, los servicios de asistencia resultan vitales para esta comunidad, ya que muchos o no tuvieron descendientes o -aunque cada vez menos- los perdieron en el camino de reconocerse a sí mismos. La realidad, sin embargo, a menudo llega en forma de puñetazos. Hace años que el grupo Gais Positius denunció los insultos que algunas personas con VIH han recibido en los geriátricos por parte de otros usuarios, y que, en algún caso, había provocado que el afectado acabara refugiándose del clima hostil en un psiquiátrico. También se tiene constancia de algunas residencias que han negado la entrada a mayores seropositivos, amparándose en la normativa que limita el número de pacientes de enfermedades infecto-contagiosas.
El problema de la ocultación
La activista Paulina Blanco, una de las fundadoras de Enllaç, llega a la conversación con unos cuantos agravios más. Los ginecólogos, por ejemplo, siempre dan por supuesta la heterosexualidad y algunas instituciones -en las que por sistema se niega la sexualidad de la gente mayor- han llegado a separar a parejas. Epígrafe aparte, dice, merece el problema de la ocultación: «Una vez, fuimos a una residencia que acogía a más de 200 personas y cuando preguntamos cuántas personas LGTB había nos contestaron que ninguna. Nos echamos a reír. ¿Quién podía creerse eso? -recuerda la activista, de 65 años-. Se estima que entre el 3% y el 10% de la población es gay, pero la mayoría, al hacerse dependiente, lo esconde por miedo a ser rechazado, a que lo maltraten o le hagan el vacío, ya sea el personal o los propios usuarios. Es un tema muy amplio que
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