martes, 24 de enero de 2012

Un prusiano gay que daba guerra

Estampa de la estatua ecuestre que luce en la avenida berlinesa 'Unter den Linden'



Se cumplen 300 años del nacimiento de Federico II, el rey que abolió la tortura, condenó la censura y tocaba la flauta

Fíjense bien. La estatua ecuestre tiene cara de pena. Luce imponente en la avenida berlinesa 'Unter den Linden' ('Bajo los tilos') pero despierta melancolía, mucho más que ardor guerrero. Federico II, el único rey prusiano que se ganó el apelativo de 'El Grande', invita a subirse a una grúa y enjugarle las lágrimas. ¡Y pensar que fue un niño juguetón y bailarín, al que le encantaba disfrazarse! Está enterrado en su amada ciudad de Potsdam, a 25 kilómetros de Berlín, junto a un puñado de perros de caza, la única compañía afectuosa que disfrutó a lo largo de una vida marcada por el sentido del deber. Mañana se conmemoran 300 años de su nacimiento.

Murió en 1786 sin descendencia y su viuda, Isabel Cristina von Braunschweig-Bevern, no pudo verlo en camisón ni siquiera en el velatorio. No llegó a odiarla pero, fuera de su madre y su hermana Guillermina, Federico II no toleraba al sexo femenino. Fue un espíritu ilustrado, que abolió la tortura e impuso la alfabetización de sus súbditos, pero ni se le pasó por la cabeza tratar a las mujeres de igual a igual. «¡Vaya lo que te pierdes! Con lo bien que se está con ellas...», le recriminaba Voltaire en una de las muchas cartas que intercambió con su buen amigo prusiano (hasta que rompieron, a saber por qué).

También Merkel

Este monarca tan sumamente singular despierta pasiones en Alemania, lo mismo entre neonazis, comunistas, gays, humanistas y socialdemócratas. La propia Angela Merkel, hija de pastor luterano, profesa un gran respeto al mandatario que no dudó en defender la libertad de culto y proclamar «si vienen los turcos a Prusia habrá que construir mezquitas». ¡En pleno siglo XVIII!

De niño fue alumno de un refugiado hugonote -los había a montones en Berlín- y le encantaba la gente original. Incluso llegó a combatir la censura porque «la única manera de leer cosas jodidamente interesantes es dejar que las personas escriban lo que les dé la gana». Siempre que no se cuestionara las bondades de la institución monárquica, claro está. No sería él quien echara por tierra al linaje de los Hohenzollern, un apellido que sólo perdió lustre real al término de la Primera Guerra Mundial, cuando Guillermo II tuvo que abdicar. Eso le ocurrió por quedar en el bando perdedor.

Nada que ver con su antepasado del siglo XVIII, un idealista con buena vista, tanto en el campo de batalla como delante de los libros. Tenía más de 70 años y se las arreglaba perfectamente sin anteojos. Presumía de una biblioteca de más de 4.000 volúmenes y, en las estanterías del palacio de Sanssoucci de Potsdam, ocupaba un lugar preferente 'El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha'. A su manera, él también se consideraba un 'Caballero de la Triste Figura'. Eso sí, con la impronta centroeuropea: mucho más introvertido y eficaz. No le hacía falta un Sancho Panza para señalarle la realidad pura y dura. La tenía muy bien enfilada, sobre todo porque su obsesión era ponerla patas arriba. Era un hombre de acción, ansioso por desquitarse de las humillaciones que sufrió de niño, cuando su padre lo molía a palos cada vez que le oía recitar 'La Ilíada' en griego o tocar la flauta, un instrumento que adoraba. Hasta el punto de que compuso varias sonatas para dar rienda suelta a su virtuosismo.

Decapitación de su novio

Entre sus admiradores también se hizo notar Hitler, un tipo muy alejado del ideario humanista, pero que estudió con lupa sus campañas militares, planteadas en el campo de batalla al estilo de un 'gallop' francés. Su artillería pesada actuaba como compañera de baile, en un movimiento continuo hacia adelante encabezado por los temidos soldados de su ejército, unos chicarrones que medían más de 1,80. El efecto que producía en el enemigo la estampa de estos militares, montados a caballo, era semejante a los elefantes de Anibal entre los romanos. O casi.

Las ínfulas expansionistas de Federico II de Prusia, apoyadas en un contingente de 200.000 hombres, le permitieron hacer de su reino la quinta fuerza militar de Europa. No está nada mal para un territorio que en 1740, cuando accedió al trono, apenas abarcaba 76.000 kilómetros cuadrados (un poco menos que Castilla La Mancha) y no llegaba a los tres millones de habitantes. A su muerte rondaba los 195.000 kilómetros cuadrados y tenía una población de seis millones de personas. Una proeza que no le curó de un pesimismo tremendamente arraigado. «Ninguna situación es tan grave que no sea susceptible de empeorar», solía repetir con sorna cuando le hacían la pelota.

Razones le sobraban para relativizar las alegrías: demasiados recuerdos. No había cumplido ni 20 años cuando su padre le obligó a presenciar la decapitación de su novio, Hans Hermann von Katte, un teniente con el que había planeado huir a Inglaterra. Desde el ventanuco de una celda escuchó las últimas palabras del soldado: «¡Mil veces me sacrificaría por ti!». El entonces príncipe pasó dos años en la cárcel después de ese episodio. Un vez liberado, jamás visitó la tumba de Hans. Demasiados recuerdos.

Fuente:http://www.hoy.es/v/20120123/sociedad/prusiano-daba-guerra-20120123.html

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