miércoles, 11 de mayo de 2011

Arzobispo califica a lesbianas y gays de “sucios y deshonestos”



José Luis Chávez Botello, arzobispo de Antequera, Oaxaca, nos regala una perla más de sabiduría para el collar de la intolerancia que adorna el cuello parado de las “buenas conciencias”:

A ninguna mujer limpia y honesta le gustaría ser lesbiana, a ningún hombre limpio y honesto le gustaría ser homosexual.

Pero no alcemos tan rápido los machetes, que la intención del jerarca no fue “discriminar” a las minorías sexuales. “Respetamos a todos así como hay que respetar a una persona que tiene vicios, pero no es que justifiquemos, hay que ayudarlo a que salga”.

¡Aplausos de pie, por favor!

Las palabras, dicen, hay que tomarlas de quien vienen. No es la primera vez que el arzobispo de Antequera tiene “roces” con las minorías. Hace unos años, se le responsabilizó de la persecución del sacerdote Leoncio Hernández, a quién se le reprendió “por acompañar a la gente en las megamarchas, así como por celebrar misa en los espacios públicos, traducir el Evangelio al mixteco, rescatar los ritos propios y los sitios sagrados de los pueblos, y recuperar la vestimenta indígena”. ¡Vaya afrenta contra la iglesia de Cristo! (¿Cómo iba aquello de los fariseos y las tumbas blanqueadas?…).

Y aunque podrán argumentar que sólo son palabras (piedras y palos podrán romperme los huesos pero…), si algo podemos aprender de los discursos, las cartas abiertas y las acciones emprendidas por Javier Sicila es que la palabra es motor de la acción. Y no sólo de la justa, sino también del crimen y el asesinato.

La semana pasada Quetzalcoatl Leija, activista por los Derechos Sexuales en el estado de Guerrero, fue asesinado. Pero en casos como el suyo, o de la mujer transexual asesinada —también la semana pasada— en Puebla, la palabra asesinato parece un eufemismo: oculta la saña de sus perpetradores, el sufrimiento de las víctimas y apacigua la indignación que debería sacudirnos. No en balde se les conoce como crímenes de odio.

¿De dónde nace este odio irracional? También de la palabra. El crimen por odio, por homofobia, el feminicidio, el genocido, todos se caracterizan por esa saña que se materializa en tortura. No basta matar a la persona, hay que hacerla arrepentirse incluso de estar viva. Amputación de genitales, violaciones grupales, heridas que no buscan causar la muerta instantánea (sólo provocar dolor), golpes, asfixia. Todo eso nace de la palabra; de la palabra que justifica considerar al otro —a la otra, a los otros— un sujeto contra el que no sólo se puede ejercer la violencia, sino contra el que se debe ejercerla.

Otro rasgo característico: son crímenes impunes. Asesinatos que no los comente una persona, sino un grupo. La participación de varias personas hace más grande la saña y, supongo, le da un mayor deleite a los perpetradores, les da ese bonito sentimiento de unión, de jauría que desde sus cánones torcidos “hacen lo correcto”. Y ellos —porque todo siempre indica a que son grupos de hombres, por lo general, jóvenes— no son tan distintos de nosotros. ¿Cuántos pasos hay entre el crimen por odio y el dedo que señala, la mirada burlona, el grito que denigra y el chiflido que busca humillar a la víctima? Es un paso diminunto, que le dice al enfermo, al chacal, al carroñero, “hazlo por mí”.

Y todo nace de la palabra, de la superioridad moral que se siente al poder decirle al otro, al raro, al diferente, sucio y deshonesto, enfermo, vicioso, pecador.

Ayer más de 100 mil personas se unieron en un grito de paz, de guerra contra la injusticia: “No más Sangre”, “Ni uno más”. Las personas transexuales, las y los bisexuales, las lesbianas, los gays, todas y todos también somos mexicanos, ciudadanas, hijos, hermanas y víctimas. También nuestras muertes valen, y al igual que con la víctimas del narcotráfico (o los feminicidios, o las “limpias raciales”), son producto de ideas torcidas, de valores malentendidos, de palabras cargadas de odio que desembocan en crímenes impunes, en muertes invisibles. Por eso parecen casos aislados, por eso a muchos les parecen “pocas”…

Esas muertes absurdas (si es que toda muerte a manos de otro ser humano no lo es) fueron obra de personas que asienten ante las declaraciones del arzobispo, ésas que sin conocernos, sin darnos derecho a réplica nos dicen: deshonestos y sucios. Y que creyendo firmemente en ese Evangelio, nos matan, impunes y gloriosos. Sí, ni un muerto más, no más sangre, y digamos —ya no entre líneas—: Ni una lesbiana/bisexual/gay/trans muerto más. No más sangre vertida estúpidamente.

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