La tumba del héroe de guerra homosexual
WASHINGTON.—Uno de los millones de lugares de Washington que nunca visitan los turistas ni salen en ningún artículo o libro es el Cementerio del Congreso (‘Congresssional Cemetery’). Es lógico que no le presten atención. El Cementerio está en el Sureste de la ciudad, a orillas del río Anacostia. Hable usted del Sureste, o de Anacostia a cualquier blanco, a muchos negros y, desde luego, a todos los expatriados, y se les pondrá cara de miedo.
“¿Has ido alguna vez a Anacostia?”, le pregunté una vez a un español funcionario de un organismo multilateral que en teoría lucha contra la pobreza y me estaba dando lecciones de cómo es Estados Unidos. “No, no tomo crack”, fue su respuesta. Anacostia es un inmenso gueto negro, en el que, en los años noventa, en la era de las llamadas ‘guerras del crack’, las bandas de traficantes de droga hacían tiro al blanco con los semáforos, según ‘The Washington Post’.
El Cementerio del Congreso tiene un aire extraño. Sus tumbas son más elaboradas que las de los escuetos cementerios estadounidenses que, para el gusto español, son simplemente prados con lápidas.Hay tumbas con ángeles. Una, de un jefe indio, tiene la silueta de su cabeza, con tocado de plumas.
Hasta hace apenas ocho años, el cementerio estuvo en un estado de abandono que duró décadas. Hoy, a pesar de las rehabilitaciones, los ángeles de algunos sepulcros tienen las alas rotas. A algunas estatuas les faltan dedos, o brazos. Junto a ellas, pasean los nuevos habitantes del barrio: blancos de clase media que, con la ‘burbuja inmobiliaria’, van tomando poco a poco territorios de los guetos negros, expulsando a sus habitantes fuera de las ciudades, en un fenómeno conocido como gentrificación que ha cambiado la faz de EEUU. A veces, los vecinos llevan al perro a pasear y lo dejan mear en las tumbas.
Éste es el primer camposanto que se construyó en la capital de EEUU, en 1807. Entre sus 2.500 moradores hay 19 senadores y 71 miembros de la Cámara de Representantes. Hay diplomáticos de las naciones aborígenes que negociaron los tratados de paz con los que se sancionó legalmente su genocidio (la palabra ‘Anacostia’, como la del otro río de Washington, ‘Potomac’, es india). Hay pioneros, exploradores, arquitectos, diplomáticos… todos dispersos por las 12 hectáreas del cementerio, entre los árboles y los prados.
Hay algunas tumbas que no deberían estar aquí, como la de Taza, un jefe apache que murió mientras negociaba en Washington un tratado de paz. Paradojas de la vida, la muerte y la industria del espectáculo: ha habido tiempo y dinero para que Douglas Sirk dirigiera/ una espantable película basada en la vida de Taza protagonizada por Rock Hudson, pero no para trasladar el cadáver a Nuevo México, como piden los apaches.
Así que el Cementerio une bajo su hierba a los vencedores y a los perdedores en la forja de este país-continente. Uno de los últimos (aunque no tanto como Taza y su gente) se llamaba Leonard Matlovich. Fue soldado de la Fuerza Aérea y murió en 1988 de sida. Su tumba es muy distinta de las de los congresistas que yacen bajo obras de piedra diseñadas por Benjamin Latrobe, el arquitecto al que debemos una parte de los edificios y plazas más emblemáticos de Washington, Philadelphia y Nueva Orleans (una ciudad, por cierto, que sí que tiene cementerios interesantes).
La tumba de Matlovich (que, a pesar de la resonancia judía de su nombre, era católico, aunque luego se convirtió al mormonismo y acabó ateo) es muy ‘americana’, o sea, discreta y fría. Su inscripción es también discreta, fría y dura: “Cuando estuve en las Fuerzas Armadas, me dieron una medalla por matar a dos hombres y me expulsaron por amar a otro”.
Matlovich combatió en Vietnam y se convirtió en una celebridad en EEUU, hasta el punto de salir en 1975 en la portada de Time (que entonces era una revista influyente, no como ahora). Pero no consiguió que la Fuerza Aérea le aceptara. La razón es que era homosexual.
Ahora, Barack Obama parece estar decidido a terminar con la discriminación contra los homosexuales en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El actual presidente no se ha distinguido por su valor en sus decisiones políticas hasta la fecha. Pero todo indica que esta vez, acuciado por una crisis de popularidad, va a tratar de satisfacer a ese colectivo y a terminar con un anacronismo surreal.
Porque el rechazo a los homosexuales en el Pentágono es caro, inútil y peligroso. Un informe de uno de los think tanks más influyentes de Washington, el Centro para el Progreso de EEUU (CAP, según sus siglas en inglés), cuya identificación con los demócratas es total, pone de manifiesto lo que le cuesta a EEUU esa política: 41.000 soldados menos, entre los que no se alistan y los 800 que son expulsados cada año. En algunos casos, esa actitud es casi suicida. En 2003, nada menos que 320 lingüistas, con conocimientos de árabe y farsi, fueron expulsados de las Fuerzas Armadas por ser homosexuales.
No sólo eso: el 73% de los militares no tienen problemas con tener compañeros de armas homosexuales. Incluso los defensores de la actual prohibición de la homosexualidad tienen dificultades para justificar su tesis. Carlton Meyer, un ex marine seguidor de Pat Buchanan y Ron Paul—o sea, poco sospechoso de izquierdismo— recordaba hace tiempo en su excelente blog (hoy desaparecido) que “los militares no deben preocuparse de si alguien sea homosexual mientras no altere la efectividad de su unidad”.
Meyer recordaba que la persecución a los homosexuales ha traído casos de favoritismo, racismo y abusos múltiples que no tienen nada que ver con la orientación sexual de las personas. Y terminaba recordando que, aunque él considera la homosexualidad una aberración, la presencia de mujeres en unidades de las Fuerzas Armadas ha provocado comportamientos sexuales mucho más escandalosos que los que puedan tener los ‘gays’, con violaciones o incluso concursos de a ver quién aguanta más compañeros/as en menos tiempo.
Matlovich, ahora, parece a punto de lograr la victoria que no obtuvo en vida. Otros muchos héroes de las constantes guerras de Estados Unidos, sin embargo, yacen por todo el país con su orientación sexual y su expulsión de las Fuerzas Armadas oculta. Son los soldados desconocidos homosexuales.
Entretanto, algunos, como Taza, todavía seguirán esperando en el Cementerio del Congreso que se les haga justicia póstuma.
Foto: Nicole Hoffman
“¿Has ido alguna vez a Anacostia?”, le pregunté una vez a un español funcionario de un organismo multilateral que en teoría lucha contra la pobreza y me estaba dando lecciones de cómo es Estados Unidos. “No, no tomo crack”, fue su respuesta. Anacostia es un inmenso gueto negro, en el que, en los años noventa, en la era de las llamadas ‘guerras del crack’, las bandas de traficantes de droga hacían tiro al blanco con los semáforos, según ‘The Washington Post’.
El Cementerio del Congreso tiene un aire extraño. Sus tumbas son más elaboradas que las de los escuetos cementerios estadounidenses que, para el gusto español, son simplemente prados con lápidas.Hay tumbas con ángeles. Una, de un jefe indio, tiene la silueta de su cabeza, con tocado de plumas.
Hasta hace apenas ocho años, el cementerio estuvo en un estado de abandono que duró décadas. Hoy, a pesar de las rehabilitaciones, los ángeles de algunos sepulcros tienen las alas rotas. A algunas estatuas les faltan dedos, o brazos. Junto a ellas, pasean los nuevos habitantes del barrio: blancos de clase media que, con la ‘burbuja inmobiliaria’, van tomando poco a poco territorios de los guetos negros, expulsando a sus habitantes fuera de las ciudades, en un fenómeno conocido como gentrificación que ha cambiado la faz de EEUU. A veces, los vecinos llevan al perro a pasear y lo dejan mear en las tumbas.
Éste es el primer camposanto que se construyó en la capital de EEUU, en 1807. Entre sus 2.500 moradores hay 19 senadores y 71 miembros de la Cámara de Representantes. Hay diplomáticos de las naciones aborígenes que negociaron los tratados de paz con los que se sancionó legalmente su genocidio (la palabra ‘Anacostia’, como la del otro río de Washington, ‘Potomac’, es india). Hay pioneros, exploradores, arquitectos, diplomáticos… todos dispersos por las 12 hectáreas del cementerio, entre los árboles y los prados.
Hay algunas tumbas que no deberían estar aquí, como la de Taza, un jefe apache que murió mientras negociaba en Washington un tratado de paz. Paradojas de la vida, la muerte y la industria del espectáculo: ha habido tiempo y dinero para que Douglas Sirk dirigiera/ una espantable película basada en la vida de Taza protagonizada por Rock Hudson, pero no para trasladar el cadáver a Nuevo México, como piden los apaches.
Así que el Cementerio une bajo su hierba a los vencedores y a los perdedores en la forja de este país-continente. Uno de los últimos (aunque no tanto como Taza y su gente) se llamaba Leonard Matlovich. Fue soldado de la Fuerza Aérea y murió en 1988 de sida. Su tumba es muy distinta de las de los congresistas que yacen bajo obras de piedra diseñadas por Benjamin Latrobe, el arquitecto al que debemos una parte de los edificios y plazas más emblemáticos de Washington, Philadelphia y Nueva Orleans (una ciudad, por cierto, que sí que tiene cementerios interesantes).
La tumba de Matlovich (que, a pesar de la resonancia judía de su nombre, era católico, aunque luego se convirtió al mormonismo y acabó ateo) es muy ‘americana’, o sea, discreta y fría. Su inscripción es también discreta, fría y dura: “Cuando estuve en las Fuerzas Armadas, me dieron una medalla por matar a dos hombres y me expulsaron por amar a otro”.
Matlovich combatió en Vietnam y se convirtió en una celebridad en EEUU, hasta el punto de salir en 1975 en la portada de Time (que entonces era una revista influyente, no como ahora). Pero no consiguió que la Fuerza Aérea le aceptara. La razón es que era homosexual.
Ahora, Barack Obama parece estar decidido a terminar con la discriminación contra los homosexuales en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El actual presidente no se ha distinguido por su valor en sus decisiones políticas hasta la fecha. Pero todo indica que esta vez, acuciado por una crisis de popularidad, va a tratar de satisfacer a ese colectivo y a terminar con un anacronismo surreal.
Porque el rechazo a los homosexuales en el Pentágono es caro, inútil y peligroso. Un informe de uno de los think tanks más influyentes de Washington, el Centro para el Progreso de EEUU (CAP, según sus siglas en inglés), cuya identificación con los demócratas es total, pone de manifiesto lo que le cuesta a EEUU esa política: 41.000 soldados menos, entre los que no se alistan y los 800 que son expulsados cada año. En algunos casos, esa actitud es casi suicida. En 2003, nada menos que 320 lingüistas, con conocimientos de árabe y farsi, fueron expulsados de las Fuerzas Armadas por ser homosexuales.
No sólo eso: el 73% de los militares no tienen problemas con tener compañeros de armas homosexuales. Incluso los defensores de la actual prohibición de la homosexualidad tienen dificultades para justificar su tesis. Carlton Meyer, un ex marine seguidor de Pat Buchanan y Ron Paul—o sea, poco sospechoso de izquierdismo— recordaba hace tiempo en su excelente blog (hoy desaparecido) que “los militares no deben preocuparse de si alguien sea homosexual mientras no altere la efectividad de su unidad”.
Meyer recordaba que la persecución a los homosexuales ha traído casos de favoritismo, racismo y abusos múltiples que no tienen nada que ver con la orientación sexual de las personas. Y terminaba recordando que, aunque él considera la homosexualidad una aberración, la presencia de mujeres en unidades de las Fuerzas Armadas ha provocado comportamientos sexuales mucho más escandalosos que los que puedan tener los ‘gays’, con violaciones o incluso concursos de a ver quién aguanta más compañeros/as en menos tiempo.
Matlovich, ahora, parece a punto de lograr la victoria que no obtuvo en vida. Otros muchos héroes de las constantes guerras de Estados Unidos, sin embargo, yacen por todo el país con su orientación sexual y su expulsión de las Fuerzas Armadas oculta. Son los soldados desconocidos homosexuales.
Entretanto, algunos, como Taza, todavía seguirán esperando en el Cementerio del Congreso que se les haga justicia póstuma.
Foto: Nicole Hoffman
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