Años de ´armario´ y persecución
El 28 de junio recuerda cada año la lucha por los derechos de los homosexuales
José Parrilla. valencia. Cuando el colectivo homosexual mira al futuro con más energía que nunca, con avances impensables hace unos años y con perspectiva de normalización muy positivas, el Congreso de los Diputados, gracias a una enmienda de Iniciativa per Catalunya, ha querido echar una mirada atrás para resarcir, en forma de indemnizaciones, a los homosexuales que durante cuarenta años sufrieron la marginación social y la persecución oficial de la dictadura. Muchos de esos represaliados ya han muerto y se han llevado a la tumba intrahistorias cargadas de humillaciones, pero algunos otros viven para contar cómo fue aquello y aligerar su carga.Las historias que les propongo tuvieron lugar en pueblos, donde la orientación sexual nunca pasa desapercibida. El protagonista de una de ellas prefiere mantener el anonimato por miedo a la respuesta social y familiar, prueba del estigma que siempre ha llevado consigo. Nacido en los años 20, alcanzó la adolescencia en plena postguerra, cuando el hambre asolaba los pueblos y las fuerzas vivas del franquismo ejercían de inquisidores con quienes no se ajustaba a su patrón de conducta.Desde pequeño ya sabía cuál era su orientación sexual. Nunca tuvo dudas, dice. Y sus vecinos tampoco. De hecho "el primer cura que vino al pueblo después de la guerra me violó", dice. Fue un día que acudió a la Iglesia para el toque del alba.En aquel momento comprendió que su camino sería difícil y su primera decisión fue proteger a su familia, a la que siente haber causado tanto dolor. "Yo, con la vida de entonces, preferí no decirle nada a mis padres, porque si se lo digo matan al cura y luego los matan a ellos", relata.A este duro lance de su vida se sumaron las burlas permanentes y el acoso de muchos de su convecinos. "Los que más me criticaban eran luego los que me venían a buscar. Como a las mujeres en aquella época no las podían tocar, se metían conmigo», recuerda.En estas condiciones, nuestro entrevistado no tuvo más opción que emigrar a Valencia, dejar su casa y su pueblo con apenas 18 años. Su cobijo fue un conocido restaurante de Valencia, donde pasó treinta años de su vida, probablemente los mejores, porque allí se «sentía libre». A pesar de ello, nunca pudo vivir completamente tranquilo. Hasta tres veces fue arrestado, la primera de ellas en un pueblo cercano al suyo, donde iba a menudo a escondidas de su padres. Según dice, «Estábamos unas personas en una reunión y nos encerraron por ser homosexuales, yo estuve dos días en el calabozo», explica. La segunda fue en un pub de ambiente de Valencia. «La policía sabía lo que había allí y para que vieran que nos perseguían iban constantemente. Y si alguno se resistía le pagaban. Entonces pasé también dos días en el calabozo», recuerda.Finalmente, en Barcelona, acudió al teatro Apolo y lo arrestaron cinco días sin avisar a nadie.Después de este restaurante estuvo en otras salas de fiesta y montó su propio negocio en el pueblo, siempre, eso sí, con problemas por su orientación sexual. "Es más duro estar en los pueblos, por la familia, que estar encerrado. Si estás en la cárcel y no lo dices, nadie lo sabe, pero en los pueblos se sabe todo", asegura. Incluso ahora sigue notando «sonrisas de burla» en alguna gente, aunque admite que con el paso del tiempo se siente respetado. Algo parecido opina Ramón García, vecino de Beneixida de 67 años de edad. Aunque hubiera preferido mantener esta conversación en otro momento, no tiene inconveniente en dar la cara, en denunciar que su orientación sexual le ha impedido una vez tras otra desarrollarse laboral y profesionalmente en lo que más le gusta, el mundo del arte.Nacido en el seno de una familia de izquierdas, su padre quería que fuera como él, que fuera el mejor cortando naranja o cogiendo arroz, pero él sabía que llevaba algo dentro, que tenía una sensibilidad distinta y que se tenía que ir, una opción que sus padres, a pesar de todo y en silencio, siempre comprendieron.A los 17 años dejó el pueblo y se fue a trabajar a un restaurante que para él era el paraíso. Además, aprovechaba cualquier ocasión para irse a Valencia a ver las revistas y los espectáculos y aprendía la profesión de figurinista. "Era como rebelarme contra el bar, porque allí siempre había indirectas. Tu podías ser cualquier cosa menos maricón, una mentalidad que, por cierto, sigue igual", lamenta.Durante unos años pasó los veranos trabajando en Benidorm y los inviernos en la naranja. Tenía sus amigos y se relacionaba con gente del espectáculo, justo lo que no querían las fuerzas vivas de la comarca. Según dice, "un día hicieron una comida gente de Alcàntera y de Cárcer y allí hablaron de los maricones que había". Poco después les vino una denuncia a todos los amigos. "No era sólo por las leyes que había, sino porque pensaban que podíamos pervertir al resto", así que les pusieron más de mil pesetas de sanción, una auténtica burrada para la época.Fue entonces cuando sus padres se mosquearon. No sabían exactamente qué era aquel escándalo público al que se refería la multa y buscaron un abogado, pero éste les aconsejó que pagaran, que sería mejor. A partir de entonces ya nada fue lo mismo y tuvo que marcharse, primero a Alicante y luego a Madrid, siguiendo siempre la estela de las artistas y los grandes espectáculos."Cuando después de mucho buscar me dijeron que podía entrar en una revista pensé que me había tocado la varita de la suerte". Hasta sus padres fueron una vez a verlo al teatro. "Al menos una cosa buena para los pobres", recuerda.Pero la Ley de Vagos y Maleantes estaba siempre sobre él. Siempre había redadas y en alguna ocasión lo detuvieron. Y para colmo, cuando la compañía terminó en Sevilla y decidieron saltar a Ceuta y Melilla, le dijeron que el grupo se disolvía y que sólo quedarían unos poco entre los que él no estaba. "Estoy seguro de que fue por los antecedentes, por la multa que nos pusieron", asegura.De hecho, la historia se repitió más veces. "No podía entrar en ningún sitio", dice, así que se volvió al pueblo. Un bar fue su salida laboral y el coleccionismo de antigüedades su gran afición, prueba de lo cual son los cientos de objetos que exhibe en una amplia estancia de su casa.Ahora, cuando hace balance, no duda que ser homosexual le ha dado muchas satisfacciones, pero lamenta que su orientación sexual se siga viendo como una anomalía. Incluso ahora es todo igual. "Me siguen señalando con el dedo", dice.De todas formas, lo que más le duele no es eso, es no poder haber hablado con su padre antes de morir en un accidente. "Quería haberle explicado que mi bar y mi vida era esa y que sentía lo que les había hecho padecer, que lo sentía mucho", dice sin poder contener las lágrimas.
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